Autor: Jaime Laventman
Juan Pablo, hombre de escasos 35 años, era un trabajador incansable. Hijo a su vez, de comerciantes, había sido educado desde muy pequeño, con la idea de que algún día, le sería posible establecerse de manera independiente, en algún pequeño comercio que ayudara a sustentar a su propia familia. Sus padres lucharon por darle una buena educación, e incluso, logró terminar algunos cursos de orientación hacia la economía que definitivamente, ayudarían mucho en su futuro desarrollo. Eran los años de la post guerra, esa a la que México se había incorporado, pero donde afortunadamente, no tuvo participación activa, excepto por el afamado escuadrón de aviación 201. Nacido en los años en que la Revolución Mexicana no terminaba por definirse, vio renacer al México de sus sueños, y poco a poco, se dio cuenta del futuro que el comercio tendría, una vez terminada la lucha social en México. La ciudad había comenzado su expansión. Nuevas colonias, iban apareciendo y poblando la ciudad. Aún muy chamaco, había escogido a la Colonia Roma, como la elegida y fue ahí, donde abrió su flamante estanquillo. Muy pequeño en sus dimensiones, pero bien localizado sobre una de las avenidas principales, con la luz del alba iluminándolo desde tempranas horas, y calentando el local. No supo como llamarlo, pero en honor a la que en aquel entonces era su novia, lo bautizó como “Magdalena “. Y así, era conocido por todos los parroquianos que asistían en busca de alguna mercancía que se ofrecía.
Su padre, quien aún trabajaba tiempo completo, era dueño de una bonetería en la calle de Argentina, en pleno centro de la ciudad. Inaugurada aún antes de la Revolución, de alguna manera logró sobrevivir los años difíciles, los cambios de poder, la década trágica y muchos otros infortunios. Cuando la situación parecía peligrosa, bajaba la cortina de acero, la aseguraba con dos fuertes candados, y no la volvía a abrir, hasta que la situación se suavizara. No le fue fácil sobrevivir, ni conseguir el material necesario para vender. Pero, peor aún, la gente con mucha dificultad podía pagarle. Es cierto que vendía todo en abonos, sin cobrar intereses, pero sin exceder el tiempo de gracia a más de tres meses. Para fortuna de él, la mayoría cumplía con su adeudo y así logró sobrevivir.
Toda la familia de Juan Pablo, habían emigrado del interior de la república. Muchos de ellos, de Chilpancingo, en el peligroso estado de Guerrero. Otros, de Orizaba, de Puebla y algún tío, incluso de Reynosa, en el lejano Tamaulipas. Se fueron acomodando en el centro de la ciudad, apoyándose los unos a los otros, permitiendo de esa manera, que cada quien abriera algún pequeño comercio, sin hacerse, entre ellos la competencia. Abrieron en la zona centro, incluyendo los barrios de Tepito y de la Lagunilla, panaderías, carnicerías, papelerías y un par de tlapalerías. Todas ellas, modestas en su alcance, bien surtidas y con mercancía siempre de buena calidad. Mucha de ella procedente de las fábricas del país, y algunas con mercancía importadas de varios países, cuando era permisible hacerlo.
Todos de manera honrada, se calificaban entre si como pequeños comerciantes. Las necesidades en aquel entonces en el país, eran imperativas en cuanto a poder otorgarle a la población, trabajos de diversa índole, cerca de sus hogares. No pensaban en unirse y formar un centro de distribución y preferían cada uno, ofrecer independientemente su mercancía. Los aldeanos lo disfrutaban, y lograban encontrar lo que necesitaban, por muy exótico que fuera, al caminar unas cuantas cuadras, llenando sus canastas con la mercancía comprada. Es cierto, que nacieron los grandes mercados, qué ofrecían productos del campo, bajo un solo techo, pero incluso en los mismos, cada pequeño comercio dependía de una familia.
Recorrer las avenidas de la colonia, buscando artículos esenciales, era un gusto. Los aparadores, minúsculos en sí, mostraban la mercancía con buen gusto. La gente se paraba a examinarlas y contando sus monedas, sabían si podría o no, comprar alguna de ellas, que necesitaran, o simplemente se les había antojado.
Cierta mañana, Juan Pablo, que había elaborado una larga lista de cosas por comprar, le encargó el estanquillo a su mujer, y se lanzó a las calles, confiando en que en una sola mañana podría comprar todo lo que era requerido.
La verdad es, que debía recorrer muchas calles, buscando los comercios requeridos. Era cierto, que no estaban todos bajo un solo techo, o en una sola calle. Pero, a su vez, el caminar, platicar con los dueños de cada uno de los negocios, representaba una forma de vida a la que él, ya estaba acostumbrado, y la cuál, además disfrutaba mucho.
En la papelería, entabló conversación más que animada con Don León, el propietario. Discutieron unos minutos sobre la situación económica del país, sobre política, para finalizar cada uno se quejó de sus respectivos clubes de futbol, y como habían hecho el acostumbrado ridículo esa temporada. Adquirió los lápices y plumas que necesitaba, y los cuadernos en forma italiana y francesa, de planas blancas y rayadas, y de cuadrícula grande y pequeña. Gomas de borrar, y un par de frascos de tinta; azul y negra, como le habían solicitado sus hijos.
En la tlapalería, compró un par de pinzas que había perdido, o alguien había extraído de su estanquillo. Dejó, una cuadra después, el radio de su mujer, que simplemente no encendía. Le prometieron tenerlo en un par de horas, así que planeó recogerlo a su regreso. Se despidió con un fuerte abrazo de Nicolás, siempre atento a ayudar en lo que fuera.
Poco tiempo después, ya cerca de la hora de la merienda, paró en la Lonchería de Amancio donde tras comerse una exquisita torta de milanesa y un vaso de horchata, volvió a salir a la calle a terminar lo que faltaba.
En la botica, se acercó a Refugio, quien siempre lo atendía. Le surtieron los medicamentos que el médico de su hija había pedido, para tratar su fuerte infección de garganta. Pagó lo que debía y salió a la tienda contigua, donde su esposa había dejado un par de fotografías familiares a enmarcar y le había pedido que las recogiera y pagara por ellas. Así lo hizo, después de haberlas revisado y comprobar que el trabajo hecho, era de primera. Pidió que se las envolvieran, para no lastimarlas.
Se dio cuenta que el carrito que llevaba se iba llenando poco a poco, y agradeció que podía desplazarlo sobre sus propias ruedas y no cargarlo.
En la relojería, habló con Don Salomón, quien ya lo esperaba.
– El reloj de tu hijo ha quedado como nuevo. Necesitaba una buena limpieza por dentro y por fuera. Le tuve que cambiar la cuerda, el extensible, pero creo que se ve mejor aún, qué nuevo.
José Pablo lo revisó, checó la susodicha cuerda y notó que el segundero corría, y que la hora que el viejo Tissot marcaba era la correcta.
Entabló una larga plática con el relojero. Le pidió su consejo, ya que deseaba adquirir una televisión, y sabía que el hijo de Salomón las vendía en el centro. Después de una larga discusión, sobre cuál era el modelo y la marca más adecuada, quedó satisfecho, y prometió pronto ir a la calle de Salvador, donde se ubicaba el comercio del hijo.
Ya próximo a su destino final que era la tintorería, pasó por la discoteca. Se había prometido, que le compraría a su mujer, el último LP de Los Panchos. Lo encontró, lo revisó, y contento de haberlo hecho, pagó los 30 pesos y lo acomodó en el carrito. Se imaginó la cara de alegría que su esposa pondría al verlo. Él, era más de música ranchera, y hubiera preferido llevarse uno del Trío Calaveras o de los Tariácuri. Pero hoy era el turno de su mujer.
En la tintorería de Don Marcos, esperó a que le entregaran la ropa que habían mandado a lavar y planchar. Revisó su traje, el único que tenía, de un color gris oscuro, y se mostró satisfecho con el mismo. Ese domingo en que tenían una boda familiar, pensó, se vería muy bien.
Emprendió el regreso, y todavía tuvo tiempo de observar los aparadores de la librería, uno de los comercios más grandes de la zona. Pasó por las tiendas de ropa, donde en unas se vendían prendas solo para mujer, y en otras para hombre. Imaginó a su señora, vestida y perifoneada en uno de esos vestidos de “noche “Algún día – se hizo una promesa – le compraría el más hermoso.
Pasó por la florería, y más tarde llegó a heladería. Nunca dejaba pasar la oportunidad de adquirir un cono de helado de vainilla que era su favorito. Esta vez, no fue la excepción. Atravesó al parque, se sentó en una de las bancas, y disfrutó su helado, mientras observaba a la gente que circulaba. Le encantaba verlos, en sus múltiples actividades, poses, y ropajes.
Cerca del final, recordó que debía recoger la radio de su mujer. Nicolás quién le vio aproximarse, rápidamente buscó y encontró la radio, ya lista para ser entregada.
– Era un bulbo – le dijo a Juan Pablo. Por suerte, tenía yo uno de sobra. Podrá volver a escuchar su aparato sin problema.
Juan Pablo le agradeció. Lo acomodó, ya con más dificultad en el carrito, y habiendo cumplido con la lista que llevaba, sin faltar nada, emprendió la última etapa, que costaba a de dos cuadras, hasta llegar a su propio estanquillo.
A lo lejos notó, como el enorme predio a unas cuadras de distancia, ya albergaba casi terminado, a un enorme edificio de dos plantas. Poco después se enteró, que era parte un nuevo proyecto, al que llamaban pequeños centros comerciales, y que se decía serían los comercios del futuro.
Incrédulo, miró su negocio y se relajó.
Habladurías de la gente – se dijo. Nunca podrán sustituir a un buen estanquillo. Convencido de su verdad, entró al negocio propio, saludó a su mujer, y se dispuso a despachar a los clientes que esperaban.
El futuro – se dijo a si mismo- es este.