Autor: Jaime Laventman

Desde muy pequeño, antes de cumplir 8 años, ya podía yo leer. Me refiero, a seguir un escrito, en un libro, o una revista. Claro, a esa edad, leía yo unas cuantas líneas, y dejaba que mi imaginación las absorbiera durante muchas horas. Al estilo de Sócrates, como aprendiera yo años después, sólo sabía… que no sabía nada. Pero nada… de nada. Escuchaba a los adultos, discernir sobre mil temas, sin poder entender mucho, de lo que decían. Pero notaba yo, como se emocionaban, y defendían o rechazaban en la conversación, algo que habían escuchado.

Y para apoyar su punto de vista, se referían a lo que habían leído, y esta aseveración, se grabó dentro de mí, convirtiéndose en una obligación para el futuro. Sería parte de las pláticas en el devenir de la vida, y si me atrevía a discutir algún tema en particular, estaría yo, bien preparado para ello. Sabía, como, entre muchas cosas, leería con más ahínco, y me informaría sobre los libros, su mensaje, y si valía la pena o no, el quemarme las pestañas y adentrarme en su contenido. Después de todo, me preguntaba, ¿cuántos libros puede una persona leer durante su vida? ¿cuáles valen la pena? Con el tiempo, aprendería muchas lecciones. No importa el libro que uno lea, algo aprenderá del mismo. Hay libros que educan y otros que entretienen.

Ambos conservan un valor intrínseco, y saber combinarlos, para de ellos obtener una adecuada mezcla, sería una meta para mí, en el futuro mediato.

Me asombraba, observar a mi madre cuando estaba concentrada en la lectura de algún libro. Podían pasar horas, y no lo dejaba. Notaba como en momentos, enjugaba alguna lágrima, y en otros, bajaba la lectura, y con un semblante de tristeza, parecía meditar sobre lo que acababa de leer. Me preguntaba, cuán poderosas eran las palabras, que provocaban esos cambios en quien leyera.

Recuerdo, que el primer libro que leí, por completo, cambió en mucho mi vida Narraba, en una no muy lejana época en los Estados Unidos, la relación entre una niña y su esclavo. Esa noche, le pedí a mi padre, me explicara lo que era un esclavo. Debió de hacerlo con acierto, ya que no volví a preguntarlo. Y al finalizar la lectura, del mismo, noté, que a la par de mi madre, yo también enjugaba algunas lágrimas, que escurrían, sin auto control sobre ellas. Y entendí, lo poderosos que pueden ser los sentimientos, y comprendí las lecciones que se adquieren, con la lectura de un libro. No cabe duda, que “La Cabaña del Tío Tom”, fue una adecuada elección, que me abrió de par en par, el gusto por los libros.

Le preguntaba a mi madre, que libros me convendría leer. Sabía, como con su experiencia, me podría guiar por el camino correcto.

Hay libros – enfatizaba ella – para cada edad, y un momento adecuado para leerlos. Si uno deja pasar los años, claro que leerá otras cosas, pero habrá dejado de disfrutar los que debió de haber leído cuando era más joven.

Aunque no entendí bien lo que me decía, opté por hacerle caso. Me compraron muchos libros, que fui devorando, uno tras otro, embelesado en cada historia, en cada

personaje. Hombrecitos, por ejemplo, es un libro que leí de niño, y que aún a tantos años de distancia, recuerdo perfectamente su contenido, y a sus personajes.

Te sugiero – me dijo mi madre – que apuntes cada libro que has leído, para no repetirlos en el futuro.

Así lo he hecho, hasta el día actual…

Desde el escritorio de la Editora

Rosalynda Cohen

Recién celebramos el día de Jerusalén (Yom Yerusalaym). Cabe recordar que bajo la resolución de la ONU de 1947, que proponía el establecimiento de dos estados en el Mandato Británico de Palestina, Jerusalén seria una ciudad internacional por un periodo de 10 años, en cuyo tiempo se haría un refrendo a cargo de los residentes del lugar, para que se decidieran a que país se adherirían. El liderazgo Judío aceptó el plan, pero los árabes no.

EDITORIAL DEL 1° DE JUNIO

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